¿Es España un estado fallido?

Introducción

Parece ser que por Europa empiezan a hacerse esa pregunta. Por lo menos, España se ha convertido en unos de sus principales motivos de preocupación. Razones no faltan para ello. Desde hace unos años, el sendero que parecía abierto para convertirse en una de las naciones avanzadas del continente empieza a parecer remoto e inalcanzable. Las cosas empezaron a torcerse precisamente a partir del momento en que nos incorporamos al núcleo más íntimo, al corazón mismo de la construcción europea, cuando entramos en el euro e iniciamos una carrera desaforada alimentada por una de las mayores burbujas especulativas que se han visto, la del boom inmobiliario, que terminó, como sabemos, de la peor manera posible.

El golpe nos dejó tambaleantes. Nos costó una enormidad curarnos de las heridas hasta el punto de que diez años después no lo habíamos conseguido del todo, sobre todo en materia de paro y déficit. Ahora teníamos un problema nuevo, que había que sumar a los clásicos de la inflación y el déficit de la balanza de pagos, un endeudamiento privado y público de enormes dimensiones que nos ha vuelto extraordinariamente vulnerables, tal como se ha comprobado cuando ha llegado una nueva crisis, que nos ha cogido sin haber hecho los deberes.

El mundo exterior empezó a vernos de otra manera. Hasta entonces nuestros problemas parecían los propios de un país en gran medida en construcción, que se modernizaba a marchas forzadas y ponía de manifiesto las debilidades propias de un proceso de esa naturaleza. De repente, dejamos de ser una promesa, alguien en quien se podía confiar a pesar de sus limitaciones.

Se ponía en evidencia una irreductible capacidad para negar nuestros problemas o prestarles la atención suficiente. Los informes de las instituciones internacionales, a pesar de utilizar un lenguaje comedido, reiteraban una y otra vez las mismas cuestiones: mercado de trabajo, gasto público, tamaño de la empresa (demasiado pequeño) y evolución de su productividad (estancada), insostenibilidad del sistema de pensiones, etc. Lo peor es que parecía como si los españoles pensasen que ignorarlos equivalía a resolverlos. La misma clase política, extraída en su casi totalidad de la administración, era incapaz de llevar a cabo cualquier reforma por nimia que pudiera parecer. Como se suele decir, el Gobierno había pasado de ser parte de la solución a ser parte fundamental del problema.

España parece extraviada y sin capacidad de reacción: ¿es esta nuestra verdadera cara, la que se ha manifestado tantas veces en coyunturas tan diversas a lo largo de la historia, o la que había aflorado en la transición a la democracia?.

PIGS

En septiembre de 2008, el Financial Times, un medio de comunicación respetado entre los países anglosajones y que muestra una particular preocupación por lo que sucede en Europa, alias el Continente, publicó un artículo en el que por primera vez se utilizaba el acrónimo P.I.G.S, un término peyorativo que recogía las iniciales de Portugal, Italia, Grecia y España (Spain) y que tuvo una enorme repercusión, tanto por los países a los que aludía como por el momento en que se producía esa alusión, en medio de una gran crisis financiera provocada por una desregulación bancaria, sobre todo americana, que había permitido a algunos bancos, que pronto entraron en combustión, como Lehmann Bros, empaquetar y vender  a todo el mundo más de tres billones de hipotecas, las llamadas sub prime, que carecían de cualquier valor como si fueran títulos con las mayores garantías.

No cabe duda que tras el artículo se escondía la intención de distraer la atención sobre el fiasco financiero. También era un reflejo del tradicional complejo de superioridad inglés, lleno de prejuicios históricos, hacia los países mediterráneos, ahora periféricos. Pero el artículo no hubiera tenido la repercusión que tuvo si no reflejara un fondo de verdad. Hacía referencia a países que habían seguido un rápido proceso de crecimiento, desde un pasado reciente de pobreza y subdesarrollo, y en los que la crisis financiera había dejado al descubierto la debilidad de sus cimientos macroeconómicos: deuda, déficit presupuestario, balanza de pagos, etc, que todos compartían y que les hacían parecer primos hermanos, aunque la naturaleza de sus economías fuera muy diferente.

Todos esos países estaban sufriendo una crisis diferencial, mucho más grave, en profundidad y duración, que la de los países del Norte de Europa. Aunque el caso más grave era el de Grecia, que requirió una operación de rescate particular, se hacía una alusión a la situación española, que resultaba particularmente afilada, la de haber confundido una burbuja inmobiliaria con una verdadera prosperidad. Un terrible malentendido.

A pesar de haber sido el país que mayores esperanzas había despertado por su rápido crecimiento, gracias en parte a las ayudas europeas, España estaba abocada a una profunda recesión. Su déficit por cuenta corriente había escalado hasta el 10%, le era imposible devaluar, a pesar de la pérdida de competitividad, y el grifo del crédito se había cortado dado que su sistema bancario estaba totalmente involucrado en una burbuja inmobiliaria que suponía el 60% de toda su cartera de créditos, lo que violaba todas las reglas conocidas en materia de dispersión del riesgo. Buena parte de esas dolencias se debían a nuestra pertenencia al euro.

El euro

La crisis  puso de manifiesto algunos errores inconcebibles. El primero había sido el de ignorar o violar toda suerte de equilibrios macroeconómicos, que contenían sus correspondientes avisos, aunque una parte de los mismos hubieran sido soslayados por nuestra pertenencia a la zona euro, sobre todo los referentes a la balanza de pagos y al endeudamiento bancario, suficientes para que, en otras circunstancias, hubieran sonado todas las alarmas. De no haber pertenecido a la zona euro, España hubiera tenido que estabilizar la economía y devaluar a los pocos años de dar inicio una burbuja que no podía financiarse con ahorro interno, con lo que las consecuencias de la crisis subsiguiente hubieran sido si no leves por lo menos mucho menos duras. Eso no ocurrió, se dejó crecer la burbuja sin ningún límite, lo mismo que el endeudamiento, por lo que esas consecuencias adquirieron enorme gravedad.

Ello hace que, a posteriori, pongamos en duda la conveniencia de nuestra incorporación al euro. Nuestro derrotero hubiera sido muy distinto de no haberlo hecho. El ciclo de crecimiento hubiera sido más breve (el de la burbuja duró doce años) pero la crisis posterior hubiera sido menos profunda. Haber seguido por nuestra cuenta, como hicieron otros países europeos, a los que las cosas no les han ido tan mal, era una alternativa factible, lo que nos recuerda que la decisión de incorporarnos al euro tuvo un contenido político demasiado importante.

En realidad, un país con una dificultad crónica para controlar la inflación, problema que resolvía con devaluaciones sucesivas, no era un buen candidato para una unión monetaria basada en una moneda única. Tampoco convenía a una economía con problemas presupuestarios recurrentes. Así que el euro se vendió como un procedimiento para  corregir esa inflación, en un país con muchos mercados intervenidos o muy opacos, y disciplinar el gasto público, que ya mostraba una inclinación irresistible a salirse de madre. Naturalmente, ninguna de estas dos inclinaciones se corrigió a pesar de las advertencias que nos hicieron sobre sus consecuencias: en el euro, inflación diferencial se traduce en destrucción de empleo. Tal como sucedió.

Algo parecido había ocurrido cuando el Acuerdo de adhesión, mal negociado por tener demasiadas prisas de exhibirlo como un éxito político, lo que tendría fatales consecuencias para el sector más vulnerable de nuestra economía, la Industria. Y es que los vínculos con Europa han sido vistos como signos de modernidad, y como garantes de una democracia todavía puesta en cuestión. Nuestro historial económico fue dejado de lado, como si todas las desviaciones del pasado nunca hubieran ocurrido, algunas bien recientes, como la salida de España de la serpiente monetaria en 1992, por la misma indisciplina macroeconómica que ahora se consideraba superada, sin ningún dato objetivo que lo demostrase.

Las consecuencias de este error de criterio fueron monumentales, tanto sobre el desarrollo de la burbuja inmobiliaria como en términos de contracción económica cuando el grifo del crédito se cortó. Para colmo la zona euro adoptó, a diferencia de los Estados Unidos, una política muy poco activa frente a la crisis, en parte por el ejemplo griego, en parte por la influencia alemana, en parte porque carecía de los instrumentos y recursos para afrontar un problema de estas dimensiones, lo que perjudicó de manera particular a las economías más débiles del continente, entre las que estaban naturalmente los países mediterráneos.

De esta manera, España empezaba a desviarse radicalmente  de su evolución posible desde país en vías de desarrollo a desarrollado con todas sus implicaciones. Aunque fuera la cuarta economía de la Unión Europea, tenía los pies de barro. El potencial de crecimiento caía a la mínima expresión mientras los problemas de sostenimiento del estado a secas, del estado de las autonomías, y del estado de bienestar crecían y crecían convirtiéndose en una ecuación insoluble con una única salida, un endeudamiento también creciente.

Los reflejos económicos

La segunda parte del problema es más difícil de definir pero se resume aludiendo a la incapacidad de los españoles para entender en toda su magnitud los problemas económicos que les acosan, siendo el paro el principal de ellos. Como por inercia han seguido pensando que todavía se encontraban en la etapa de las promesas y no en la cruda realidad de los hechos. Su indiferencia hacia los datos económicos es verdaderamente olímpica. Esa es la razón por la que eligieron una apuesta especulativa, como la del boom inmobiliario, en lugar de un proceso de desarrollo genuino y sostenible, pero menos agradecido a corto plazo.

Desde que empezamos a sufrir las primeras crisis se puso de manifiesto un comportamiento corporativista que con el paso de los tiempos no ha hecho sino consolidarse. La sociedad española se ha visto fracturada en dos grandes grupos sociales en función del nivel de protección laboral que recibe, lo que determina las rentas que obtienen. La población activa está dividida por un lado entre los trabajadores fijos, que ya son minoritarios, y por otro los parados (17%), los trabajadores temporales (27%) y a tiempo parcial (13%),  que son mayoría pero apenas son objeto del apoyo político o sindical. Ello es debido a que la clase política, sea cual sea su orientación ideológica, ha elegido a los “suyos” en función de las presiones que son capaces de ejercer, como opinión pública y como caladero de votos. Es evidente que los grupos sociales capaces de condicionar las decisiones de política son los ya citados, funcionarios y empleados fijos, a los que hay que sumar los pensionistas, objeto de una protección especial por el que obtienen rentas significativamente mayores.

No se trata de una elucubración. Los empleados de la Administración ganan de media un 50% más que los del sector privado. Los pensionistas obtienen una renta media superior (20.000 euros) a la de los trabajadores en activo (18.500 euros). Los trabajadores entre 55 y 59 años, casi todos fijos, cobran una media de más de 28.000 euros anuales mientras que los jóvenes entre 20 y 24, generalmente temporales, perciben una media de 13.000 euros. No es de extrañar que sólo el 23% de los menores de 30 años esté en condiciones de emanciparse de sus familias.

De la misma manera que es evidente cuales son los más beneficiados por las políticas sociales, no cabe duda a estas alturas que el grupo social más perjudicado por la combinación de crisis y corporativismo es el de los jóvenes, cuyas tasas de paro, de más del 40%, o los tipos de empleo que se ven obligados a aceptar, casi siempre de carácter temporal, los señalan como los marginados por excelencia. Es la consecuencia de la mala calidad de sus mercados laborales y el abandono de las administraciones públicas. Como dice un informe, La generación de la doble crisis, “las rentas públicas se han centrado en los adultos y los pensionistas, abandonando por completo a los jóvenes.” Del millón de empleos destruidos en los primeros meses de confinamiento, el 90% eran temporales. La sospecha de que va a ser la primera generación que va a vivir peor que sus padres se va confirmando. Lo que abona la sospecha de que este país no tiene mucho futuro; ninguna sociedad que apuesta por los mayores y abandona a los jóvenes lo tiene.

Otra consecuencia de este estado de cosas es que más de la mitad de la población tiene dificultades para llegar a final de mes. España tiene un porcentaje altísimo de población en riesgo de exclusión social, alrededor del 30%, pero carece de un sistema de protección social de los mismos. Se puede hablar, otra vez, de dos Españas, una próspera y otra que vive al borde de sus posibilidades, en palabras de un relator de la ONU, que destaca que los niveles de pobreza no se corresponden con el nivel económico del país.

La ignorancia económica de la sociedad española es extraordinariamente selectiva. Los argumentos utilizados apuntan siempre en la misma dirección. Desde que hay memoria se ha justificado el aumento del gasto público y la deuda como la principal herramienta para crear empleo y generar crecimiento, a pesar de que toda la experiencia acumulada demuestra lo contrario. Igualmente se ha encarecido el despido, sólo del trabajador fijo, como defensa del empleo a pesar de sufrir desde hace cuarenta años las tasas de paro más altas  de Europa. Se ha llegado al extremo de asegurar, por los Sindicatos ELA y UGT, que la mejor manera de crear empleo es subir los salarios lo más posible, y/o reducir el número de horas trabajadas. Economía vudú.

 Esa visión selectiva tiene traducción concreta. En 2020 han subido las pensiones y los sueldos de los funcionarios mientras aumentaba el paro y desaparecían miles de empresas. Luis Garicano calcula que esas subidas se llevarán la mitad del dinero que Europa enviará para reactivar la economía. El Gobierno ha decidido ayudar a los que menos lo requieren y proteger a los ya protegidos mientras ignora a pymes y autónomos, que son los que realmente lo necesitan. El hecho confirma una tradición inmemorial del estado español, que se ha mantenido en democracia, la de ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes.

Una anécdota ilustra acerca de esta tergiversación de las decisiones económicas. Cuando cerró La Naval, se jubiló a la gente a partir de los cincuenta años con unas pensiones que triplicaban la media española. Tal como se había hecho con todos los paquidermos de la Ría. Cuando un periodista comentó al presidente del Comité de empresa, de la UGT, el privilegio que ello suponía, no tuvo más remedio que reconocerlo (difícilmente lo podía negar), pero aseguró que esperaba y deseaba que esas condiciones pudiesen extenderse a todo el mundo. Suponer que España pueda jubilar algún día a gente con cincuenta años y el triple de la retribución actual, pone de manifiesto una ignorancia deliberada acerca de lo que es posible y lo que no. En realidad, los que se jubilan en esas condiciones, una minoría, lo hacen a costa de los que se jubilan con 65 años y pensiones mucho más bajas.

El ciudadano medio apoya todas las medidas que supongan mejorar su bienestar personal sin cuestionar en ningún momento las consecuencias colectivas, a medio y largo plazo, de esas decisiones. Como en el caso del salario mínimo, la actualización de las pensiones, la edad de jubilación y una larga lista de “conquistas sociales”, que nunca se relacionan con la mejora de la productividad o la creación de empleo. La relación entre producir y repartir se ignora sistemáticamente. En el país con los mayores problemas de sostenibilidad de Europa.

En suma, el sistema no sólo no funciona desde un punto de vista económico sino que es profundamente insolidario.

Pero, realmente, ¿estamos tan mal?

Lo primero que cabe afirmar con total seguridad es que ningún país de Europa lo pasa peor que el nuestro cuando llega una crisis, tanto en términos de actividad (empresas destruidas), como de empleo y paro. Además, nos cuesta un horror salir del agujero en que nos metemos. Debe ser parte de la idiosincrasia nacional, porque cuando España se ha enfrentado a la pandemia, que en principio tiene poco que ver con una crisis clásica, ha conseguido los mismos resultados.

Cuando España se ha enfrentado a la prueba de fuego del covid, todas sus variables, ya sea el PIB, -12%, paro, 17%, déficit público, 14%, y Deuda, 123%, han evolucionado hasta ser las peores de Europa, y eso que la competencia de países como Italia o Grecia en este sentido ha sido considerable. El FMI estima que esa tasa de paro se mantendrá hasta 2026 como mínimo. Algo parecido ocurrirá con la deuda pública. Una crisis profunda y larga.

El resultado más evidente es que se ha abortado el proceso de convergencia con los países más ricos de Europa. Hace cuarenta años teníamos una renta per cápita equivalente al 80% de la media de esos países; ahora esa distancia ha aumentado hasta el 30%. A pesar de haber sido uno de los países más beneficiados de la Unión por los fondos estructurales, la financiación de la Deuda y las inversiones directas.

La segunda evidencia es la tasa de paro, que ha sido siempre, con excepción de los años en que nos ha superado Grecia, la más alta de Europa. Hemos tenido una tasa de paro de más del 15% de la P.A. durante 35 años de los últimos cuarenta. No es menos mala la composición de la población activa con un peso creciente del empleo temporal y a tiempo parcial. Una composición disfuncional con consecuencias sobre todo orden de cosas: el paro y las prestaciones de desempleo, las pensiones y las cotizaciones sociales, la recaudación fiscal en relación con el IRPF, etc. No se olvide que el  empleo, especialmente el empleo de calidad, sustenta todo lo demás.

Las consecuencias sobre la financiación del Estado han sido enormes. El déficit estructural es evidente. A pesar de beneficiarse de los tipos de interés más bajos de la historia, casi simbólicos, en 2019, después de seis años seguidos de crecimiento económico, el déficit público no fue inferior a los 35.000 millones de euros. Sólo en el período 2010-2019, apenas una década, la Deuda pública aumentó en unos 800.000 millones, situándose cerca del 100% del PIB. Lo que quiere decir que los españoles disponen de un Estado que no tienen la menor posibilidad de mantener.

Nos hemos convertido en el país menos viable de Europa, lo que constituye un evidente motivo de preocupación cuando se tiene el tamaño del nuestro. Piénsese en los problemas que ocasionó Grecia, que tiene una economía que es una sexta parte de la nuestra. Ello nos convierte en el país más dependiente de una Europa que no sabe qué hacer con nosotros. Porque el país y su clase política ni se ayuda, es decir no hace reformas, ni se deja ayudar. Recuérdese el caso de la crisis bancaria, cuando Rajoy rechazó la ayuda ofrecida por la Comisión Europea, unos 100.000 millones, y eligió un préstamo de 40.000 millones, que no estaba condicionado a la aceptación de un control externo, fundamentalmente presupuestario, por parte de los que entonces se llamaron “los hombres de negro”. Una reacción soberanista de salón cuando se ha hecho todo lo posible para depender de los demás.

No es de extrañar que el sistema bancario español también esté a la cola de Europa en materia de solvencia. Con los actuales tipos de interés, en algunos casos como los de la deuda pública a diez años instalada en zona negativa, su rentabilidad está por los suelos, y eso que han cerrado 23.00 oficinas y despedido a 120.00 empleados en un proceso que no ha terminado porque hay fusiones pendientes. Por cierto, los bancos más grandes son los menos solventes, Santander (11,5%) y BBVA (11,2%), mientras la media española no pasa del 11,8% cuando la media europea llega al 14,7%. Datos preocupantes que debemos leer a la luz de la crisis generada por la pandemia que arrojará un incremento generalizado de la morosidad. La calidad de los activos se va deteriorar sustancialmente durante los próximos trimestres lo que va a poner contra las cuerdas a unos cuantos bancos.

Cosa que no parece preocupar mayormente a nuestros políticos que más bien parecen dedicados a empeorar el panorama con medidas como la actualización de las pensiones, el impulso dado en el Presupuesto de 2021 al gasto corriente (+30%), la subida de impuestos, la contrarreforma del mercado laboral, la subida del salario mínimo, o las medidas contra los desahucios. Todo eso después de haber sufrido en 2020 un déficit de unos 140.000 millones, que multiplica por cuatro el del año anterior, y destruido un millón de puestos de trabajo. El empleo fijo ha quedado reducido a unos once millones, de los que más de 3,5 millones son empleados públicos. Hay más gente dependiente del Estado (funcionarios+pensionistas+parados) que del sector privado.

La estructura social se ha convertido en una especie de pirámide invertida con unos niveles de dependencia del Estado como nunca habían existido, dependencia que no se va a corregir en el tiempo sino que seguirá empeorando gradualmente. La cabeza activa de la economía es demasiado pequeña y no puede mantener una sociedad de 46 millones al nivel de lo que demanda ahora y lo que reclamará en el futuro.

Por si fuera poco, este desequilibrio tiene su equivalente territorial. Con la pérdida de importancia de la Agricultura, que apenas ocupa ahora el 4% de la población activa, y el auge de la Industria, se inició un proceso irreversible de concentración de la población y la riqueza, que originó grandes movimientos migratorios y tuvo como polos más significativos a Cataluña y el País Vasco. A su vez, con la decadencia de la Industria y la transformación de la economía española en una de Servicios, casi un 70% del PIB, las grandes ciudades tomaron el relevo y Madrid pasó a jugar un papel hegemónico, tanto en población, siete millones, como en riqueza. La economía madrileña no sólo ha rebasado a la de toda Cataluña sino que triplica la economía vasca.

Se ha abierto un abismo entre las grandes urbes y las zonas rurales que se han vaciado en lo que ha sido una segunda ola migratoria aún más considerable que la anterior. Los centros de investigación, los servicios públicos, las universidades más prestigiosas, los grandes hospitales, los museos, los centros comerciales y otros servicios  se concentran casi exclusivamente en las grandes ciudades, que son muy pocas, y los profesionales más cualificados, así como las inversiones exteriores, son atraídos por las oportunidades que esas ciudades generan, (pensemos tan sólo en su importancia desde el punto de vista del mercado interior)  y ninguna lo hace mejor que la urbe madrileña, que además se beneficia del efecto capitalidad, que ejerce una atracción incuestionable.

La creación del Estado de las Autonomías no ha corregido para nada esta tendencia salvo para generar nuevos centralismos (Valencia, Sevilla, Valladolid, Bilbao), por lo que España registra una distribución geográfica terriblemente descompensada hasta el punto que una amplia zona de la España interior, una especie de gran meseta tibetana, posee una densidad de población equivalente a la de Laponia. Otras áreas, aunque pobladas, como Andalucía, Extremadura, las dos Castillas, Murcia, Galicia, etc muestran escaso dinamismo económico, poca iniciativa propia, y siguen siendo totalmente dependientes del eje de la nación: la Administración Central. Como en otros tiempos. Media docena de Comunidades no han recuperado el nivel de renta alcanzado en 2008 y otra media apenas lo han superado. Lo que demuestra que el futuro de la mayor parte de las Comunidades Autónomas está gravemente comprometido. Algunas han quedado varadas como barcos sin futuro, con riesgo evidente para la cohesión.

Lo que explica hasta cierto punto unas inclinaciones centrífugas que siempre han estado presentes en mayor o menor medida, y que sugieren la imagen de un país no del todo soldado, a medio hacer, lo que afecta negativamente a la imagen exterior de España. Hasta en eso España es disfuncional, por no mencionar la abrumadora cantidad de disposiciones y regulaciones diferentes que el estado de las autonomías genera, que multiplican por diez la de países de nuestro entorno, y suelen estar en el origen de numerosas contradicciones regulatorias.

Ello no deja en buen lugar el papel ejercido por el Estado, se supone que el Central, al que se atribuía la teórica tarea de garantizar esa cohesión. Los otros dos grandes objetivos teóricos de la acción del Estado—suministro de bienes y servicios públicos en cantidad suficiente y corrección de las oscilaciones coyunturales de la economía—se han visto igualmente defraudados. El primero porque estaba fuera de su alcance ya que la demanda de estos bienes y servicios es ilimitada por definición, como es el caso de una vivienda digna en alquiler o propiedad, o una prestación gratuita en odontología o cirugía plástica (no así en materia de cambio de sexo). Por otra parte, el Estado no sólo no ha corregido las oscilaciones coyunturales sino que con su política presupuestaria, nada keynesiana por cierto, las ha agravado hasta transformarlas en crisis profundas, como en 1992 o 2008. La política anticrisis ha brillado por su ausencia.

Otro tanto ocurre con la Formación, otro fracaso público que se pone en evidencia todos los años cuando salen a la luz los informes PISA o TIMMS. Es de suponer lo que debe dolerles a los enseñantes españoles que existan entidades objetivas e independientes que midan los conocimientos de sus alumnos, ellos que se consideran insultados por la sola mención de la palabra odiosa de evaluación. Como no pueden evitar la que se hace al alumnado, rechazan enérgicamente la que debería hacerse al profesorado. Algo que sería de lo más oportuno a la vista de los resultados de sus alumnos en Ciencias y Matemáticas. El informe PISA (alumnos de 15 años) indican que estamos por debajo de la media y muy lejos de los países mejores, y señala un empeoramiento desde la última evaluación. Lo mismo indica en las mismas materias el informe TIMMS para alumnos de 10 años.

Tradicionalmente, la enseñanza pública en España se ha orientado hacia la cantidad, (que todo el mundo pase de curso aunque suspenda reiteradamente), que hacia la calidad y no digamos la excelencia. Tal vez porque se ha querido paliar el fracaso escolar y el abandono de los estudios, en donde figuramos entre los peores de Europa. El problema es que el porcentaje de alumnos brillantes es de tan sólo un 3% en Ciencias y un 4% en Matemáticas (Singapur, 38%) mientras que en los niveles más bajos se sitúa la mayoría, un 71% y un 91% respectivamente.

Pero la política de la cantidad no es la única causa de este fracaso. También  se explica por la calidad de profesorado, que en su mayoría no procede de bachilleratos científicos o técnicos. Como dice un experto: “No transmiten a los alumnos el entusiasmo por la ciencia porque no lo tienen”. Tampoco en Matemáticas, materia para la que el 53% de los profesores no está preparado. Además, los currículos son demasiado extensos, memorísticos y no favorecen el razonamiento lógico. Siempre se ha dicho que la escuela española no enseña a pensar. Tampoco alimenta la curiosidad innata del alumno.

En un mundo en el que se valora cada vez más la tecnología, la ciencia, y las matemáticas estos resultados parecen comprometer el futuro laboral de estos alumnos y por ende el de la economía en la que se integrarán. Las empresas españolas, como casi todo el mundo sabe, están obligadas a proporcionar a sus trabajadores noveles una formación que debería darse por supuesta. Por eso es especialmente trágico el hecho de que oferten a los jóvenes casi siempre contratos temporales, generalmente breves, que excluyen a priori dicha formación. De ahí que las empresas más cualificadas señalen la falta de personal preparado, una carencia cuya responsabilidad comparte el sistema educativo y las propias empresas. No sucedería lo mismo si la mayoría de los alumnos de bachillerato fueran orientados hacia la Formación Profesional, un tipo de formación poco valorada por la sociedad española ofuscada por el brillo artificial de la Universidad, una auténtica máquina de fabricar parados, cuyas carencias formativas son, salvo excepciones como las ciencias empresariales, aún mayores que las de la enseñanza media.

Ninguna universidad española figura entre las doscientas mejores del mundo, probablemente por las mismas razones que afectan a la enseñanza media: apuesta por la cantidad en detrimento de la calidad, desdén por la excelencia, metodologías obsoletas y profesores poco motivados, procedentes del enchufismo endogámico. Si más adelante España quiere dar un salto cualitativo en su modelo de desarrollo, en lugar de seguir por el camino de lo fácil, se va a encontrar con un serio problema en materia de recursos humanos.

Epilogo

No cabe duda que a golpe de crisis mal asimiladas nos hemos convertido en un país inviable, acosado por toda clase de dolencias, sin ningún tipo de terapia conocida, salvo la de seguir endeudándonos todo lo que podamos y nos dejen. Mientras la paciencia europea aguante. Somos como esas empresas o bancos en situación de quiebra que nadie se atreve a liquidar porque las consecuencias serían aún peores, y que son mantenidas en un precario equilibrio porque se han convertido en un peligro sistémico: demasiado grandes para caer. Un panorama apropiado para la clase política española que se mueve por semejante escenario como pez en el agua. El chulear a nuestros vecinos se les da muy bien.

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